A veces regreso tan arado
que la noche me resulta insuficiente
para una tumba mía,
sólo mía.
A veces, se me vuelven las manos
arrozales,
y tengo por la piel tantas hogueras
que no puedo morir
de solo el peso.
Las piedras que me hieren
son palabras
nacidas acaso de los niños.
Palabras sin sabor,
sin otra orientación
que la distancia.
Se rompen, de pronto, como besos
y me hieren
en todas las direcciones de la sangre.
Conquistar la soledad
no es suficiente,
pero un paso hacia adelante
es siempre mucho más
que cualquier grito.
Es más que las cadenas
de un insomnio, o variación
de la esperanza.
A veces regreso de tan lejos
que encuentro vacía la ciudad
y solamente
un viento semejante a la costumbre
mantiene con vida
las ventanas.
Los seres que me pisan
no son más que pensamientos,
ideas construidas a medida
de la propia soledad.
Lo único cierto es el descanso,
la muerte de la mente aniquilada por el peso
de las luces.
A veces regreso tan lejano
que me muero buscándome a mi mismo
entre los restos
que han podido revivir
al calor de los recuerdos.
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