Nocturna soledad que no me abruma,
aunque vuelva contra mí los aires ciegos.
Nocturno mediodía, nocturno cielo,
más lleno de mí mismo que mi vida.
Despliego la noche y la contemplo
hasta haberla aprendido de memoria.
Señalo los caminos con violencia,
con alas de palmera, con silencio.
Señalo los caminos porque quiero
volver hacia el pasado y desandarlos.
Me quedo en la ventana con el sueño
para escuchar el llanto de las torres,
para esperar el agua que se ha muerto
o viene malherida por las zarzas.
Pregunto por los árboles y nunca
sabré por qué han huido, cuando estaban
más cerca del aroma y de la calma.
Las piedras no pueden conducirme,
son labios sin sonido ni memoria.
Las piedras siempre olvidan su pasado.
Las nubes que corren me despiertan
para hacerme pensar que no estoy vivo,
que soy el resplandor de algún incendio,
de alguna soledad puesta en camino.
Los ríos son mis brazos, y mis dedos
son espinos que recorren la mañana.
Haré un túnel imposible donde pueda
encontrarme con la hiedra y alejarme
del tiempo que me muerde las entrañas.
Fríos árboles de pena me conducen
por un verde indivisible, por un verde
que no sabe de soles ni de tapias.
Cipreses maternales, primitivos,
como regazos. ciegos. Como pechos
que esperan mi cabeza.
Nocturna soledad que va conmigo,
que suena con mis pasos.
Que me lleva hasta las altas cimas de los gallos,
donde mueren los pinares, donde nacen
los lagartos caminantes y las puertas
que nunca se cerraron ni tuvieron
un tiempo de color y de miradas.
Herido estoy de tierra y alejado
de los campos navegables, de los campos
construidos sobre el mar.
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