lunes, 5 de septiembre de 2011

PRESENTACION

Emilio Rodríguez escribía versos en la universidad. En los cursos de periodismo. Probablemente también los es­cribiera antes, en el seminario, en su convento de dominico, Y quizá en As­turias, donde nació. Emilio se sentaba en las últimas sillas de clase o en los úl­timos bancos corridos, junto a las ventanas. Sus versos, a finales de los años sesenta, ya tenían "campo" Y árboles; fundamentalmente abedules.

Entre Pamplona (citaba a Antonio Machado en los sermones) Y Guadalajara (hacía máscaras primitivas y pin­taba paisajes) estuvo en París algún verano. Se trajo un libro bajo el brazo, que ha despreciado algunas veces. Di­fícil de repescar. Hablaba de asfalto y de tejados y de lluvia. Era un París tranquilo, de media tarde, con algunos estallidos de violencia.

También hubo un libro de "carbón" asturiano. Era un volumen bronco y negro, lo que es fácil de decir. Pero había personas, movimiento; diálogo.

Luego llegó Guadalajara, o un Con­vento-Imprenta a cinco kilómetros de Guadalajara, de espaldas a la vía del ferrocarril y frente a la Alcarria. Ha­bía una hermosa llanura que surcaba un río lleno de piedras y que recortaba un "talud de conejos". El edificio, jun­ta a la carretera, era monumentalmen­te prosaica, frío, sin rincones. Pera ha­bía un perro que estaba loco, y una huerta, y una gran habitación-inver­nadero, y pasta de papel para hacer fi­guras, y dibujos, y una ventana (la su­ya) que daba al campo, y libros (Proust, Lowry...) Y discos (Sinatra, Streissand, ritmos sudamericanos...) y ya no había nada de prosaico en todo esto. Y Emilio escribió docenas de poemas que nadie leyó (algunos de las cuales se recogen en este libro).

Guadalajara fue fundamental, a pesar de que la capital no sea la ciudad más bonita de España. De hecho, esta­ba el campo en todas partes. Guadala­jara fueron años de paseos. Años; an­tes de que se trasladase a Salamanca.

Este libro de Emilio, es Campo y sa­be a Campo, y adolece de un cierto regusto por perderse en el meollo de las poesías; por irse de lo que estaba con­tando. Pero hay versos hermosísimos dedicados al recuerdo y a la muerte. Y hay versos importantes, en las que los árboles se mueven y el campo es campo hasta la médula. Y hay versos en los que Emilio establece el diálogo y entran ganas de ser interlocutor.

Pero hay que leer este libro en si­lencio; a media tarde; un día en el que el cielo esté blanco.

La muerte es una constante, porque es un libro que se muerde la cola y es de muerte. La muerte está en todas partes, asomando sus mil cabezas. Es una muerte redonda; que empieza en muerte y termina en muerte. Con es­peranza en las entretelas. Con ganas de salir corriendo. Con miedo. (Qué raro que Emilio escriba de muerte cuando él es un hombre tan alegre). Es una muerte ruin. O lo sería si de pronto, sin avisar, no se salpicara Dios aquí y allá. Un Dios a final de poema, como escondido. Pequeño y gravitando de improviso sobre esta muerte tan sucia, tan insistente y tan sin sentido.

La supuesta solución está en el re­cuerdo; en un pasado que no es nada; que carece de vida. Quedan imágenes que se persiguen, calientes, vividas, re­visadas en una constante de silencio. Sí; es una realidad que se pierde en sí misma, a pesar de un intento de huida en las últimas poesías. Vaya. Pero es un dejarse comer por la nostalgia, en­tre Versos hermosos, rotos a veces, her­mosísimos, que no deben ser olvidados.

Joaquín Madina Loidi

No hay comentarios:

Publicar un comentario