Emilio Rodríguez escribía versos en la universidad. En los cursos de periodismo. Probablemente también los escribiera antes, en el seminario, en su convento de dominico, Y quizá en Asturias, donde nació. Emilio se sentaba en las últimas sillas de clase o en los últimos bancos corridos, junto a las ventanas. Sus versos, a finales de los años sesenta, ya tenían "campo" Y árboles; fundamentalmente abedules.
Entre Pamplona (citaba a Antonio Machado en los sermones) Y Guadalajara (hacía máscaras primitivas y pintaba paisajes) estuvo en París algún verano. Se trajo un libro bajo el brazo, que ha despreciado algunas veces. Difícil de repescar. Hablaba de asfalto y de tejados y de lluvia. Era un París tranquilo, de media tarde, con algunos estallidos de violencia.
También hubo un libro de "carbón" asturiano. Era un volumen bronco y negro, lo que es fácil de decir. Pero había personas, movimiento; diálogo.
Luego llegó Guadalajara, o un Convento-Imprenta a cinco kilómetros de Guadalajara, de espaldas a la vía del ferrocarril y frente a la Alcarria. Había una hermosa llanura que surcaba un río lleno de piedras y que recortaba un "talud de conejos". El edificio, junta a la carretera, era monumentalmente prosaica, frío, sin rincones. Pera había un perro que estaba loco, y una huerta, y una gran habitación-invernadero, y pasta de papel para hacer figuras, y dibujos, y una ventana (la suya) que daba al campo, y libros (Proust, Lowry...) Y discos (Sinatra, Streissand, ritmos sudamericanos...) y ya no había nada de prosaico en todo esto. Y Emilio escribió docenas de poemas que nadie leyó (algunos de las cuales se recogen en este libro).
Guadalajara fue fundamental, a pesar de que la capital no sea la ciudad más bonita de España. De hecho, estaba el campo en todas partes. Guadalajara fueron años de paseos. Años; antes de que se trasladase a Salamanca.
Este libro de Emilio, es Campo y sabe a Campo, y adolece de un cierto regusto por perderse en el meollo de las poesías; por irse de lo que estaba contando. Pero hay versos hermosísimos dedicados al recuerdo y a la muerte. Y hay versos importantes, en las que los árboles se mueven y el campo es campo hasta la médula. Y hay versos en los que Emilio establece el diálogo y entran ganas de ser interlocutor.
Pero hay que leer este libro en silencio; a media tarde; un día en el que el cielo esté blanco.
La muerte es una constante, porque es un libro que se muerde la cola y es de muerte. La muerte está en todas partes, asomando sus mil cabezas. Es una muerte redonda; que empieza en muerte y termina en muerte. Con esperanza en las entretelas. Con ganas de salir corriendo. Con miedo. (Qué raro que Emilio escriba de muerte cuando él es un hombre tan alegre). Es una muerte ruin. O lo sería si de pronto, sin avisar, no se salpicara Dios aquí y allá. Un Dios a final de poema, como escondido. Pequeño y gravitando de improviso sobre esta muerte tan sucia, tan insistente y tan sin sentido.
La supuesta solución está en el recuerdo; en un pasado que no es nada; que carece de vida. Quedan imágenes que se persiguen, calientes, vividas, revisadas en una constante de silencio. Sí; es una realidad que se pierde en sí misma, a pesar de un intento de huida en las últimas poesías. Vaya. Pero es un dejarse comer por la nostalgia, entre Versos hermosos, rotos a veces, hermosísimos, que no deben ser olvidados.
Joaquín Madina Loidi
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