Adivinando el mar a cada paso,
en la noche de perros aulladores,
nos vamos ausentando del presente,
nos vamos acercando al monte enhiesto
donde muere el río azul de la retama.
Pisando manos claras de crepúsculo
llevamos las flores por bandera.
Llevamos en carretas nuestros sueños,
nuestras pequeñas muertes, nuestros días,
y un ruido de tejas desprendidas
iniciando la tormenta en nuestra frente.
Agoniza el laurel y se desmaya
el muro oceánico del viento.
Se dobla la torre como un junco
colgado en el vacío, tan delgada
como un arco de brezo y azucenas.
La lluvia nos persigue hasta encontrarnos
convertidos en ruinas, en maizales
pisados por la ira del granizo.
Contando golondrinas y colmillos
ascendemos a un cielo de caliza
cubierto de palabras como lámparas.
Nos ponemos de rodillas en la arena
y leemos avisos que la noche
había dejado escritos sin saberlo.
Buscamos la raíz de las columnas
que mantienen alzado el arco iris.
Buscamos la semilla de marfiles
y el polvo de metal que un día brota
en tallos de lavanda y siempreviva.
Las hojas del otoño se han marchado
unidas a los pájaros nocturnos.
Los troncos se desangran en silencio
y arcángeles de estaño se desprenden
de un horizonte de puñales.
Rompemos las cadenas de la sangre
para poder andar sobre los lagos
venidos a la fiebre de las lámparas.
Se nos pone el sol en las pestañas
y resbala la tarde dolorida
por el hueco caliente de la espalda.
Cuando se abren las flores de la arena
sabemos que algún muerto ha respirado,
que Dios abre los ojos y nos mira
para poder sentir nuestro cansancio.
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