Rebecos horadaban la mañana
y alondras bordadoras en la altura
sembraban su rosario de sonidos
en las frentes azules de los montes.
Escalera de luz en mi recuerdo
tu rostro amasado por la lluvia.
Tus manos de corteza y pedernales
se me han quedado mudas en un grito,
en una atroz noticia de la muerte,
cuando te vi acostado sobre el llanto.
Destrozadas las flores del manzano,
aplastadas y frías con tu frió
galopaban las sombras, y el castaño
se puso a envejecer cansadamente.
Tus labios se han cerrado y tan cercanos
a la piedra de los siglos que no llego
a olvidarme de que existen ataúdes.
No puedo destruir los muros ciegos
que nacen de mi voz cuando pregunto,
cuando intento responder, cuando no puedo
saber la dirección del puño ardiente
que ahora me golpea las entrañas.
Rebeldes como el roble, las palabras
se me quedan prendidas en los dientes,
prendidas en la espuma y en la ira.
Desando los caminos de la noche
hincados de relinchos y sudores.
Pondré tu calavera sobre helechos,
sobre hierba cansada del verano
para un sueño más largo, para un sueño
con fondo de esquilas y de arados.
Rebecos horadaban la mañana
en que aprendía la muerte y aprendía
el sonido profundo de los ríos
despeñados por las rocas de mi pecho.
Debajo de la piedra está el silencio
como un grillo abrumado de diciembre.
Está la tierra novia y sus abrazos
te detienen en lechos de pizarra,
en lechos maternales de raíces
con dedos de musgo y de romero.
Desnudo de tu voz me deja el llanto,
desnudo y dolorido de tu paso.
No habrá nadie en los rastrojos,
nadie en la solana ni en el viento,
cuando vuelva a sonar la primavera
y despierte el cerezo de su sueño.
Rebecos horadaban la mañana
y dentro de la noche iban pasando
los años destruidos, los veranos
sin siesta ni cosecha,
los días pisoteados y mordidos.
Tu corazón de tierra me despierta
y tus ojos son pájaros heridos
que el cierzo ha clavado en los cristales.
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