lunes, 5 de septiembre de 2011

REBECOS HORADABAN LA MAÑANA


Rebecos horadaban la mañana

y alondras bordadoras en la altura

sembraban su rosario de sonidos

en las frentes azules de los montes.

Escalera de luz en mi recuerdo

tu rostro amasado por la lluvia.

Tus manos de corteza y pedernales

se me han quedado mudas en un grito,

en una atroz noticia de la muerte,

cuando te vi acostado sobre el llanto.

Destrozadas las flores del manzano,

aplastadas y frías con tu frió

galopaban las sombras, y el castaño

se puso a envejecer cansadamente.

Tus labios se han cerrado y tan cercanos

a la piedra de los siglos que no llego

a olvidarme de que existen ataúdes.

No puedo destruir los muros ciegos

que nacen de mi voz cuando pregunto,

cuando intento responder, cuando no puedo

saber la dirección del puño ardiente

que ahora me golpea las entrañas.

Rebeldes como el roble, las palabras

se me quedan prendidas en los dientes,

prendidas en la espuma y en la ira.

Desando los caminos de la noche

hincados de relinchos y sudores.

Pondré tu calavera sobre helechos,

sobre hierba cansada del verano

para un sueño más largo, para un sueño

con fondo de esquilas y de arados.

Rebecos horadaban la mañana

en que aprendía la muerte y aprendía

el sonido profundo de los ríos

despeñados por las rocas de mi pecho.

Debajo de la piedra está el silencio

como un grillo abrumado de diciembre.

Está la tierra novia y sus abrazos

te detienen en lechos de pizarra,

en lechos maternales de raíces

con dedos de musgo y de romero.

Desnudo de tu voz me deja el llanto,

desnudo y dolorido de tu paso.

No habrá nadie en los rastrojos,

nadie en la solana ni en el viento,

cuando vuelva a sonar la primavera

y despierte el cerezo de su sueño.

Rebecos horadaban la mañana

y dentro de la noche iban pasando

los años destruidos, los veranos

sin siesta ni cosecha,

los días pisoteados y mordidos.

Tu corazón de tierra me despierta

y tus ojos son pájaros heridos

que el cierzo ha clavado en los cristales.

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