Recogíamos espigas y tallos
de cerezo
para hacernos un pan tan grande
como el día.
Recogíamos manzanas y juntábamos
las manos
para sentir la vida por dentro del rocío,
por dentro de la piel
como un sendero.
Sentados en la sombra,
bajo un cielo amenazado de ceniza,
atábamos el tiempo
al ritmo de los grillos.
Cortábamos la hierba endurecida
para sentirla crecer
bajo los ojos.
Teníamos golondrinas mensajeras
y gallos acróbatas
capaces de trepar por una escala
de agua.
Teníamos árboles amigos
para ocultarnos de todas las tormentas
para subir a crear el horizonte
y llenarnos las pupilas con nubes
de mañíana.
Conducíamos el río a nuestro gusto
como un cordero fiel
por la llanura,
para hacerle trepar
hasta los montes.
Domábamos la hierba
y los arroyos.
Cantábamos canciones inventadas
que el viento no sabía.
Volábamos más alto que los pájaros,
más alto que las sábanas sonoras
y el cuervo señorial
y desteñido.
Pisábamos las cumbres con el gozo
de ser dueños del paisaje,
de ser amos del día
y de la noche,
cuando el pasado no pesaba todavía
y el futuro se hacía
en las almohadas.
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