Inmóviles hogueras y rocas como brazos
emergen de la cal de la mañana.
Senderos de granizo y tapias ciegas
nos llevan otra vez al cementerio.
Oscuro mediodía sobre las frentes
que llenan de nubes los pañuelos
mientras damos la vuelta a nuestra
pena y arrastramos el llanto por los prados.
Volvemos fatigados de esta hora
como si el sol nos diera bofetadas,
como si un río de lava o de cemento
se fuera estacionando en nuestro vientre.
Pisamos las hojas y los dedos
que emergen entre tallos cercenados.
Volvemos solitarios y distantes,
ceñidos a la espalda los recuerdos
y llenas las pestañas de esta lluvia
que siembra adormideras en el viento.
Miramos las piedras que nos guían
a través de los campos donde suenan
las voces afiladas, los aullidos
que dieron fuerza al brazo del arado.
Se alarga la tarde como un rastro
de cigüeñas hambrientas y lechuzas
que han perdido la cita con el viento.
Horizonte de alambre con banderas
rasgadas por los dedos de la niebla.
Relicarios de cobre en que se guarda
el cabello azafrán de niños muertos
sin haber tenido primavera.
Invisibles columnas que nos dejan
rayados de sombra y abrumados
por el peso del aire en nuestros párpados.
Arroyos de nostalgia, tan difíciles
de cruzar como los ríos navegables.
Los ojos que nos miran desde el agua
son flores arrancadas por el hielo.
Las negras margaritas de la sangre
ahora desteñidas por la larga
travesía de juncos y espadañas.
Rincones de la luz donde nos vemos
como niños jugando a las cosechas,
jugando a construirnos un verano
y manchando de barro nuestra pena.
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