Se apagaron las lámparas y ahora
nos corre la hierba por el pecho.
Se durmieron las puertas y las tejas
desteñidas de lluvia y de cansancio
no sirven de manto a nuestras horas.
Las ortigas que nacen del silencio
y los pájaros nocturnos ya saben
que el dolor habita entre nosotros,
que somos hermanos de los árboles
y puede matarnos el invierno.
Pondremos la piedad como una tienda
Y los besos guardados entre restos
de algún cataclismo ya olvidado,
colgarán del alero como frutos
que no ha traído aún la primavera.
La cintura delgada de las fuentes
y el solo de tambor de los caballos
nos destruyen el sueño y nos colocan
de bruces en la cera de tus manos.
Nos sorprende saber que todavía
las horas son tan largas como antes.
Nos sorprende tener labios y pisadas,
o manos que estrechan otras manos
mientras corre la lluvia, ciega y loca
entre rocas de esparto calcinadas.
Los gallos de la aurora no madrugan
y los ciervos del monte se han cansado
de hacer guardia en los arroyos
que llevan todavía nuestro sonido.
Puñaladas de viento nos recuerdan
los días de la batalla con el alba,
los días en que morir era sencillo.
Sobre restos de flores, sobre losas
que flotan en cúmulos sangrantes,
tenemos las azadas y los bueyes
lejanos y palpables, entre surcos
abiertos en la noche de luciérnagas.
Por los puentes de hielo y azabache
nos vamos hacia un mundo de retratos
y rostros vaciados como cáscaras
de frutos que tuvieron nuestros labios.
Caminamos despacio hacia la sombra
bajo un cielo de negros catafalcos.
Bajo un ruido de cirios y de espadas,
la risa de metal de los fantasmas
y las ruinas de todos los espejos.
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