A mi hermano Valentin.
Las viñas se visten de noviembre
y el agua de los cántaros
se muere.
Se van quedando fríos los tejados
y resuena el granizo
en nuestra frente,
a tambores de guerra
o de silencio.
Los blancos abedules de la tarde
descienden en escuadras
y se quedan
mirando los espejos cuando rompen
en las piedras desnudas
del arroyo.
Vestidos de calma y de aguacero
subimos a este monte
hasta perdernos.
Subimos con la ofrenda de una noche
herida de palabras,
con un pájaro ahogado
entre las manos.
Cristales de llanto y hojas vivas
que un día nos cayeron
de los labios.
Otoño de la voz y piedras rotas
aroman de ceniza
los senderos.
Cataratas de sal y hierbabuena
nos traen el olor a ropa y sueño
guardado en el regreso de los buhos
al árbol cenital
de nuestra espera.
El cielo de cosecha es una lámina inmóvil
y surcada por el rayo
con sonido rojizo
de puñales.
Doblamos la esquina del mañana
cargados con el peso
de la duda.
Escrito en los párpados tenemos
un largo relato de misterio grabado por la oruga
de los sueños.
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