Rumor de alas de cuervo sobre el río
y espíritus de hielo que nos guían
a través del llano rojo donde mueren
los gallos de madera y las campanas.
Cascadas de azabache, nubes duras
cruzando el cielo gris de mediodía.
Estábamos dormidos y llorábamos
porque una espada terca nos hería,
una espada incolora que llevaba
escrito nuestro nombre y nuestro llanto.
Desnudos para el sol y para el miedo,
teníamos el invierno como un árbol
nacido de repente en nuestras ingles.
Los ojos son jinetes desbocados
en suelo de cristales, todavía
agonizantes de rocío y de saliva.
Los dedos nos florecen de geranios
en lugar de los gestos, que se han ido
cuando vino la muerte de puntillas.
Dolor que nos graniza sobre el alma
y aprieta, como un aro, nuestro cuello.
Estamos sentenciados a ser lentos,
viviendo mucho tiempo en esta hora.
Rumor de crisantemos y de lirios
negros ahora, e intentando
romper el cristal de este silencio.
Delgadas amapolas sobre el lodo
y sartas de zafiros en la fuente.
Lechuzas de alabastro iluminando
los limites del tiempo en los tejados.
Filigranas de yeso que reflejan
los pasos detenidos de aquel día.
Ventanas de pizarra para abrirnos
la entrada a la quietud y las praderas
donde crece el silencio como hierba.
La frente de la tarde se ha quebrado
en lluvia de cristales y en pupilas
o tallos cenicientos para hacernos
blancos de incertidumbre y de nostalgia.
Horizontal y solo está el camino,
invitando al regreso de la huida.
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