LAS HORAS SEMBRADAS
Todavía pertenezco a los guijarros,
al pan y al aroma de los robles.
Todavía me muevo en las campanas
y en la carrera azul de ciervos
por la tarde.
Todavía me quema la mirada
el sol de las cosechas, los claveles
amarillos del sudor sobre las manos
de un anciano con perfiles de alabastro
que cortaba las espigas con su pena.
Todavía no he desandado los caminos
con lobos al acecho, con llamadas
de antiguos personajes demolidos
por el aire gritador de la montaña.
Todavía me gusta estar sentado
sobre piedras con historia, sobre troncos
que conservan las huellas de las águilas
y suenan a rebaño cuando junio
decreta la amnistía de los rosales.
Todavía me detengo en los rincones
en que el agua suena a eco
y las lechuzas
fotografían la muerte con sus ojos
de piedra humedecida.
Todavía están cercanos los encuentros
de toros sin cabeza, de viajeros
que van buscando el mar
y que se han muerto
palpando la niebla entre los labios.
Toda vía pertenezco a los veranos
en que se incendia el heno,
en que los árboles
caminan por los montes hacia el viento.
Todavía deletreo los relámpagos
y quiero interpretar los caligramas
que deja la lluvia en los cristales.
Todavía no he descansado de la infancia
y llevo los otoños como un virus.
No hay nadie que pueda devolverme
aquel muro de sauce y de calandrias
sobre un cielo de aromas, colocado
en los hombros lejanos de gigantes
aún desdibujados por el cierzo.
Todavía siento las horas de la tarde
caer, como semilla de colores,
sobre el parche distendido de los campos
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