lunes, 5 de septiembre de 2011

LAS HORAS SEMBRADAS

LAS HORAS SEMBRADAS

Todavía pertenezco a los guijarros,

al pan y al aroma de los robles.

Todavía me muevo en las campanas

y en la carrera azul de ciervos

por la tarde.

Todavía me quema la mirada

el sol de las cosechas, los claveles

amarillos del sudor sobre las manos

de un anciano con perfiles de alabastro

que cortaba las espigas con su pena.

Todavía no he desandado los caminos

con lobos al acecho, con llamadas

de antiguos personajes demolidos

por el aire gritador de la montaña.

Todavía me gusta estar sentado

sobre piedras con historia, sobre tron­cos

que conservan las huellas de las águilas

y suenan a rebaño cuando junio

decreta la amnistía de los rosales.

Todavía me detengo en los rincones

en que el agua suena a eco

y las lechuzas

fotografían la muerte con sus ojos

de piedra humedecida.

Todavía están cercanos los encuentros

de toros sin cabeza, de viajeros

que van buscando el mar

y que se han muerto

palpando la niebla entre los labios.

Toda vía pertenezco a los veranos

en que se incendia el heno,

en que los árboles

caminan por los montes hacia el viento.

Todavía deletreo los relámpagos

y quiero interpretar los caligramas

que deja la lluvia en los cristales.

Todavía no he descansado de la infancia

y llevo los otoños como un virus.

No hay nadie que pueda devolverme

aquel muro de sauce y de calandrias

sobre un cielo de aromas, colocado

en los hombros lejanos de gigantes

aún desdibujados por el cierzo.

Todavía siento las horas de la tarde

caer, como semilla de colores,

sobre el parche distendido de los cam­pos

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